Permitidme que os cuente una pequeña historia personal. Hace 26 años, me incorporé a la Universidad de Navarra para dirigir un pequeño centro de producción audiovisual –Euroview-, cuyo objetivo fundamental era realizar materiales audiovisuales de contenido científico. Una de las primeras iniciativas del nuevo equipo fue convocar una reunión de todos los investigadores potencialmente interesados en producir vídeos para dar a conocer su trabajo. Dado que en aquel momento había más de 2000 investigadores en la universidad, reservamos una sala muy grande, en previsión de una asistencia masiva. Nuestra decepción también fue grande: sólo acudieron dos científicos.
Con el paso del tiempo, he recordado esta anécdota muchas veces y he tenido que aceptar que, en aquel momento, el vídeo científico interesaba muy poco. Por el contrario, hoy estamos ante un panorama bien distinto. Hoy todas las universidades y centros de investigación consideran que la producción de vídeos es una actividad de gran relevancia. Y no es de extrañar.
Pero no se trata sólo de números. Las imágenes pueden jugar un papel clave para difundir contenidos científicos, ya que pueden servir de iconos capaces de ilustrar conceptos que serían difíciles de entender en un texto escrito. Además, la investigación al respecto confirma que las imágenes son más eficaces que los textos para transmitir información que posteriormente pueda ser recordada.
Podríamos añadir muchas otras justificaciones de la importancia del vídeo como medio para comunicar la ciencia. Pero, en mi opinión, hay una razón fundamental: las imágenes transmiten emociones que cautivan al público y facilitan su implicación en aquellas cuestiones científicas en las que los ciudadanos deben jugar un papel protagonista. En una sociedad marcada por la sobreabundancia de información de todo tipo, la ciencia necesita competir por la atención del público, en igualdad de condiciones. Y en este contexto, el vídeo se convierte en una herramienta de importancia comparable a la del microscopio.